Vivimos tiempos convulsos, está de sobra decirlo. A cada tiempo su cuota de asombro, de cuestionamiento, de miedo. Señalo esto mientras escribo en medio de una pandemia, de una explosión social innédita, que no puede más que replegarse ante el toque de queda sanitario (en los tiempos más vivos de la biopolítica, oh, gran Foucault, algunos creían haberte superado) y de un país – Chile – que evidencia como nunca como ser el aborto tardío del experimento social – económico – cultural del neoliberalismo. Que cagada. Y yo, preocupada, de cosas que no huelen a necesidades básicas, que no quitan el hambre, no sanan enfermos, no devuelven muertos. O quizá si, dependiendo de la perspectiva.
No hablo de la precariedad del mundo de las artes en estos tiempos, aunque huelga decir que el gremio es uno de los más golpeados. Si bien las personas disfrutan de las producciones de este campo mientras estan confinados en sus casas (películas, documentales, espectáculos de teatro, ópera, danza y música a traves de plataformas on line como netflix, vimeo, ondamedia, teatroamil tv, teatro municipal en linea y otras), no se logra realizar de manera sencilla la conexión neuronal para comprender que esos productos aparecen en las pantallas producto del trabajo de sujetos que crean, dirigen, montan y ejecutan lo que se muestra. Enajenación, le dicen.
Como parte de la población privilegiada que puede acuarentenarse para leer, reflexionar mientras echa cloro por toda la casa y hacer teletrabajo, me he dedicado a pensar en el espacio de la creación escénica en Chile. O más bien en las preguntas que nos estamos haciendo para mover la escena. Mientras la excesiva luminiscencia enfoca cada poro de nuestras existencias ¿Somos/seremos capaces de escudriñar en la reveladora oscuridad?
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